En la política, como en cualquier ámbito de la vida, el estilo personal no puede sujetarse en el cuerpo de uno. Sale, se muestra, se asoma y saluda.
Con los estilos, pasa como con los colores, que los hay para todos los gustos: algunos se decantan por los chillones y pasionales, otros prefieren los tenues y suaves, estos los discretos, aquellos los exuberantes.
Sin lugar a dudas, el estilo de Aguirre remite al populismo: siempre expuesta a los medios, jugando en la proximidad, le va el cara a cara, el calor humano, la transmutación en diferentes personajes, ama la polémica, el enfrentamiento, el conflicto. Gestual, pasional, sin medida en ocasiones, entregada, no ahorra una palabra, ni un abrazo, ni un beso... Probablemente el estilo de Aguirre se ajusta bien al arquetipo más clásico que el imaginario colectivo tiene del político.
Con Tomás Gómez he coincidido en varias ocasiones, y sin lugar a dudas, representa el lado opuesto de Aguirre: el control, lo racional, el pensamiento, cierta frialdad producto de su escasez gestual. Gómez no es dado a los excesos, es contenido, sin aspavientos. Su estilo es más interior, reflexivo, observador. Pasa inadvertido, no quiere para sí los focos ni los flashes. Conoce cuál es su lugar, su espacio. Ni abrazos, ni achuchones, ni risotadas. Sobrio en las formas.
Insisto, para gustos, los colores. Ambos estilos son ambivalentes: los mismos elementos movilizan adhesiones y rechazos. Identificarse con uno u otro seguramente responda a una cuestión de orden subjetivo.
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