Hoy estamos de enhorabuena, y hay que decirlo.
Ayer, a media tarde, conocimos que Madrid pasaba el primer corte en el que se decidía qué ciudades continuarían en la carrera hacia la meta de celebrar las Olimpiadas de 2016.
Más allá de estar de acuerdo con la decisión de postularse como candidata olímpica (en estos momentos, celebrar unas Olimpiadas tiene un elevado valor simbólico: las ciudades más importantes del planeta pelean por tal honor), no debería pasar desapercibido el modo en que, poco a poco, se ha ido transformando el significado de esta celebración.
Sin querer ser pedante, la cita nace como un encuentro en el que los deportistas manifiestan su valía a través de la competición. Forma parte del reconocimiento a los más rápidos, a los más fuertes, a los más hábiles...
En el momento actual, en el contexto de la sociedad de consumo, las Olimpiadas se han convertido en un producto del que tratan de obtener provecho (en sus diferentes formas: capital, votos, empleo, imagen...) todos los agentes involucrados en un evento de este tipo: televisiones, políticos, patrocinadores, marcas comerciales, empresarios..., quedando relegado a un segundo (¿?) plano lo deportivo.
En los tiempos que corren, por lo tanto, las Olimpiadas se han incorporado a la sociedad de consumo como un producto de un elevado valor. De ahí la pugna entre las más importantes ciudades del mundo.
Suerte para Madrid.
jueves, 5 de junio de 2008
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